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«El mago Salfumán miró satisfecho a su alrededor, el suelo estaba pintado con una de las mejores esferas de invocación que había dibujado en su vida, incluidos los catorce símbolos cabalísticos que tanto se le atascaban. Los cinco incensarios humeaban las cantidades adecuadas de hierbas mágicas que había recogido durante dos lunas nuevas completas y su bastón mágico chispeaba energía mágica tras estar más de un mes recargándose en su altar estelar. Pronunció lentamente las palabras arcanas apuntando al baúl para completar el hechizo, tal y como el druida Borax le había explicado, hasta que este empezó a brillar y a sacudirse cada vez con más violencia. De repente, el baúl empezó a echar humo y pareció cobrar vida hasta que unos extraños ruidos surgieron de su interior. “Al fin tengo listo mi baúl encantado y podré tener los ayudantes que necesito para mis muchas tareas mágicas —pensó Salfumán—, el druida Borax tenía razón y este es justo el encantamiento que necesitaba para poder centrarme en mis tareas.” Justo en ese momento la tapa del baúl se abrió y un montón de criaturas de todo tipo de formas y colores empezó a salir mientras reían y jugaban con los valiosos objetos mágicos que llenaban la sala de invocación del mago. —¿Duendes? —Gritó Salfumán mientras cogía al vuelo un frasco de cristal que una de esas criaturas despistadas había tirado mientras trepaba por un armario—. Ya veo que Borax ha vuelto a gastarme una de sus bromas…»

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